El otro día, en Herrera del Duque, el silencio del campo se rompió con música, risas y pasos. Las calles se cerraron, las luces colgaban de los balcones y el aire olía a fiesta. Era la despedida de la novia ( en esta caso novio al ser ella de fuera ) una celebración que reunió a más de trescientos vecinos para acompañarlo hasta su casa. No era una despedida cualquiera. Era una fiesta que hablaba de comunidad, de agradecimiento y de vida compartida.

El novio se casa con una joven marroquí, y el pueblo entero lo vive con alegría. En un lugar donde las raíces son profundas, ver cómo nuevas culturas se entrelazan no provoca recelo, sino curiosidad y afecto. En Herrera, como en tantos pueblos de la Siberia extremeña, la vida rural sabe abrir los brazos sin perder la identidad.

Pero detrás de la música y los aplausos había algo más: una emoción callada, una historia de gratitud.
La madre del novio había sido paciente mía meses atrás, intervenida en Madrid. Aquella operación —larga, compleja— dejó huella no solo en la familia, sino en todo el pueblo. Cuando regresó recuperada, su alegría se volvió colectiva. Y esa noche, mientras el novio recorría las calles rodeado de amigos y vecinos, sentí que la fiesta era también un homenaje silencioso: la manera que tiene un pueblo de dar las gracias sin palabras.

Como médico, estoy acostumbrado a ver la enfermedad y la urgencia. Pero en los pueblos se aprende algo que la medicina urbana a veces olvida: que la salud también es vínculo, es comunidad, es sentirse acompañado.
En Herrera, lo que se celebraba no era solo una boda: era la vida que sigue, la esperanza que se renueva, la emoción de ver a una madre sonreír y a un hijo comenzar un nuevo camino.

Mientras caminaba entre la gente —abuelas en las puertas, jóvenes bailando, niños corriendo entre las luces—, pensé que estas celebraciones son un acto de salud colectiva. Son la prueba de que el bienestar no está solo en los hospitales o en las estadísticas, sino en el afecto compartido, en el calor humano que sostiene a quienes viven lejos del ruido y de la prisa.

La despedida del novio fue, en realidad, una fiesta de gratitud. Una expresión de humanidad que no cabe en protocolos ni en cifras.  Porque los pueblos —con su sencillez, sus costumbres y su manera tan pura de vivir— nos recuerdan que sanar no es solo curar un cuerpo, sino también cuidar los lazos que nos unen.

Y mientras el eco de la música se alejaba entre las calles empedradas, supe que, en el fondo, no había sido yo quien había curado a su madre, sino el pueblo entero, con su afecto, su esperanza y su manera silenciosa de decir gracias.

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