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En el pueblo, hace unos días, un médico me relató la historia de un herido en Guadalupe: una cornada en la femoral, una carrera contrarreloj contra la muerte. La enfermería sin medios, sin anestesista. Hubo que derivarlo primero a Cáceres, y después a Badajoz, hasta dar con un cirujano vascular que pudiera salvarle la vida. Ese recorrido de kilómetros y horas muestra con crudeza lo que significa vivir —y sobrevivir— en el mundo rural y en la España de los pueblos pequeños, donde la sanidad necesita más apoyo.

Los toros hieren, sí. Traen dolor, a veces tragedia. Pero son inseparables de la vida de los pueblos. No son un simple espectáculo: son identidad, son memoria, son la plaza llena de vecinos y familias, el motivo por el que se encuentran generaciones, la fiesta que rompe el silencio del invierno y da sentido al calendario. En torno a ellos late una cultura que no se puede explicar desde una oficina en la ciudad ni desde un despacho académico.

Los toros son el campo mismo. Son las dehesas, la crianza, el respeto al animal bravo. Son la transmisión de oficios y saberes que mantienen viva una forma de vida que hoy está en peligro. Como en el turismo rural en Extremadura, en cada corrida se refleja el valor del territorio, de la naturaleza y las tradiciones rurales auténticas que atraen a quienes buscan una escapada rural con encanto.

Se habla mucho de prohibir, de acabar, de “superar” esta tradición. Pero lo que se perdería no son solo las corridas: se perderían pueblos enteros, sus fiestas, sus voces, su pulso. Quitar los toros es arrancar una raíz profunda de nuestra cultura rural; es vaciar plazas y condenar a los pueblos a un silencio más hondo, del mismo modo que ocurriría si desaparecieran las fiestas tradicionales, el turismo de naturaleza en la Siberia extremeña o la gastronomía local.

Como cirujano, he visto la sangre y la urgencia de una cornada. Pero como hombre del campo, sé que esta fiesta es también vida, comunidad y dignidad. Es un latido similar al de un visitante que descubre un hotel rural con encanto , que pasea por las calles empedradas, prueba los quesos y los ibéricos de la tierra y observa un cielo limpio de estrellas.

Lo que necesitamos no es borrar los toros, sino cuidar mejor de las personas que forman parte de ellos. Dotar de medios a la sanidad rural, reconocer a quienes arriesgan y a quienes atienden, respetar a quienes mantienen viva una cultura que no pertenece al pasado, sino al presente.

Los toros son herida, sí. Pero son también alma. Y mientras haya pueblos que los celebren, habrá un latido que merece ser defendido, junto con el de quienes apuestan por el turismo sostenible, el ecoturismo y la vida en la naturaleza en esta tierra.

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