Tuve la oportunidad de participar en el programa Starlight Buenas Noches, Extremadura, una iniciativa que busca devolvernos algo esencial: el derecho a mirar el cielo. Fue en el dolmen de Valdecaballeros, un lugar donde la historia y el universo se encuentran. Allí, bajo la bóveda más pura que he visto en años, contemplé la Vía Láctea extendiéndose como una corriente de luz sobre el silencio del campo.
A simple vista —sin telescopio, sin filtros— se distinguía la banda blanquecina de estrellas que da nombre a nuestra galaxia, y más allá, el débil resplandor de Andrómeda, nuestra vecina cósmica. Los monitores explicaban su historia: la princesa encadenada que, en la mitología griega, fue rescatada por Perseo. Y uno no puede evitar pensar en lo humano de esa leyenda —la fragilidad, el miedo, el rescate— mientras observa una luz que lleva viajando más de dos millones de años hasta llegar a nosotros.
Como médico, me fascina la precisión de la biología; pero como ser humano, me sobrecoge la inmensidad del cielo. Y hay algo terapéutico en eso. Numerosos estudios demuestran que contemplar el firmamento reduce los niveles de cortisol, disminuye la presión arterial y favorece el bienestar psicológico. El asombro —ese sentimiento de pequeñez ante la belleza— activa mecanismos cerebrales asociados a la gratitud, la empatía y la serenidad.
El avance tecnológico nos ha permitido ir más allá del ojo humano: telescopios de alta resolución, cámaras de larga exposición, proyecciones digitales que muestran nebulosas y cúmulos estelares invisibles al mirar directamente. En la experiencia Starlight, esas imágenes se proyectaban en pantallas junto al dolmen, combinando ciencia, arte y emoción. Era como si el universo se desplegara ante nosotros, no solo como objeto de estudio, sino como fuente de belleza y salud emocional.
Y mientras observaba, pensé que el cielo estrellado debería recetarse como una medicina. Porque mirar hacia arriba nos enseña a poner distancia con nuestras preocupaciones, a entender que somos parte de algo mayor y que la vida —con sus heridas, esfuerzos y silencios— forma parte de un orden más amplio.
En un mundo saturado de pantallas y ruido, el cielo nocturno de Extremadura es un santuario. Queremos proteger y compartir esa experiencia: mirar las estrellas, sentir el tiempo detenido, dejar que el asombro actúe como una cura silenciosa.
Porque el universo no está lejos. Está ahí, esperándonos cada noche. Solo hace falta apagar la luz, levantar la vista… y recordar quiénes somos.