Como cirujano, estoy acostumbrado a vivir entre relojes que corren más rápido de lo que uno quisiera. El tiempo en quirófano, los pacientes que esperan, las urgencias que no avisan… todo ello genera una tensión constante, un ruido de fondo que se va acumulando día tras día. Uno cree que está entrenado para resistir, pero el cuerpo y la mente también pasan factura.

Hace poco decidí parar. Me fui a un pequeño pueblo de apenas mil habitantes, en la Siberia extremeña. Allí descubrí que el verdadero relax no está en quedarse inmóvil, sino en cambiar de ritmo. Caminar por calles empedradas sin prisa, ver cómo el panadero abre su horno al amanecer o simplemente sentarme a escuchar el silencio —ese silencio que en la ciudad no existe— fue un recordatorio de lo que significa vivir.

En el hospital estoy rodeado de tecnología de vanguardia; en el pueblo, en cambio, lo que me rodeaba era la naturaleza. Olivos, ovejas, agua. Y, sorprendentemente, fue ahí donde encontré la medicina que más necesitaba: desconectar. Dejar de responder correos, apagar notificaciones y permitirme una conversación con un vecino que me contaba, con calma, cómo se cuidan las colmenas o se trabaja la tierra.

Ese contraste me hizo reflexionar. En mi profesión nos obsesiona prolongar la vida, pero ¿qué sentido tiene hacerlo si no sabemos disfrutarla? El relax en el campo es una forma de recuperar perspectiva: de recordar que no todo es productividad, que la salud también se cultiva en la calma y en los pequeños placeres.

Volví a casa con una certeza: todo médico debería recetar, al menos una vez al año, una escapada al campo. Porque en esos días de pausa se curan cosas que la cirugía nunca podrá arreglar: el cansancio del alma, la ansiedad que oprime, la falta de tiempo para uno mismo.

Y en mi caso, ese pueblo de mil habitantes se convirtió en el mejor quirófano: el lugar donde no se salva la vida de otros, sino la propia

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